sábado, 22 de junio de 2013

En una Plaza.



Era de noche en una plaza. Era verano.
Un señor tocaba una batería, otro la guitarra, otro un contrabajo, una señora cantaba y lo hacía muy bien.
Mucha gente los miraba y escuchaba. Todo transcurría con normalidad, hasta que de golpe, se escuchó el sonido de 4 trompetas. La multitud giró sobre su propio eje y del otro lado de la plaza aparecieron cuatro niños tocando una trompeta cada uno. Eran las trompetas más hermosas que se habían visto. Cada una de las cuatro era única. Una era roja y bien chiquita. Otra azul y gigante, y cuando sonaba salía espuma del orificio circular que bañaba a la gente que ya se iba acercando. La tercera era de gelatina y de dieciseís colores distintos en franjas que parecían arcoíris. Y la última trompeta era invisible, y era tocada por un niño gordito y simpaticón, de unos bigotitos que asomaban de pelo oscuro y cortito.
Hay que reconocer que estas cuatro trompetas juntas formaban un sonido nuevo, alegre, mágico y fuerte. La multitud se enamoró de las trompetas y sus respectivos trompetistas y se fueron en forma de una gran procesión detrás de la música.
La plaza quedó desierta, salvo por los músicos que aparecieron al comienzo de este relato. Estaban cabizbajos y en silencio.
Después de cinco minutos que fueron eternos donde no voló ni una mosca, el baterista agarró un palo con el cual le había estado golpeando a los platillos un rato antes, y se lo metió por la oreja, suicidándose de esta manera.
El guitarrista, se metió una púa que se le quedó atragantada en la garganta y se asfixió.
Siguiendo el ejemplo de estos dos, el contrabajista sacó una cuerda de su instrumento, la estiró bien y se cortó la garganta.
La plaza quedó llena de sangre que no paraba de emanar del cuello.
Mirando este horrendo espectáculo, la cantante se quedó sin voz. Se alejó chapoteando despacito y sin decir una palabra.