domingo, 27 de septiembre de 2009

Noche

El edificio gris de la ciudad fría. Hay niebla y nieve en la ciudad. Abajo es humo helado y autos con sus luces prendidas y focos de la calle. Los quioscos de las esquinas. La ciudad de Filadelfia dormita en este barrio. A esta hora. Todos los árboles han perdido sus hojas. Gente caminando de regreso a sus hogares o a algún otro sitio. Todas las manos de los caminantes están en bolsillos. Bolsillos de chaquetas, sobretodos o camperas de nylon. Todos los dedos bien cubiertos y abrigados de la temperatura bajo cero. Con cuidado de no congelarse. Es tarde. O temprano. La 1 de la madrugada. Mucho frío. Un autobús aparece doblando la esquina. Despacio. El chofer es negro y de más de 60. En el autobús todavía viajan un señor blanco, canoso y de bigote, un joven de campera marrón y una morocha de vestido rojo. Las persianas de los negocios están bajas. Aseguradas con candados. Debajo de unos diarios duermen dos perros y un señor. El autobús llega a la esquina y frena. De su puerta delantera baja la mujer de rojo. De la puerta trasera baja el hombre de bigote. La luna llena mira desde lo alto entre los edificios. Se escucha un grito a lo lejos. La mujer camina con sus tacos, su vestido rojo, su pelo negro. El hombre viene detrás. Un taxi los pasa velozmente en sentido opuesto. Los separan siete metros. Ella acelera el paso. A su izquierda contra una pared, debajo de unos diarios ve a dos perros durmiendo y un hombre ladrando. El hombre de bigote acelera el paso. Cinco metros los separan. Otro taxi pasa a su lado en sentido contrario. Ella esta por llegar. Cada vez más cerca del edificio gris. Se oye un ruido de botellas contra la calle. Ella acelera el paso estira la mano encuentra el botón del portero eléctrico y catorce segundos después y 19 pisos más arriba alguien se digna a responder. Hola, adelante. Hola… ¿Hola?

viernes, 4 de septiembre de 2009

Como guste

Siempre es igual. Uno pone un plato de arroz con atún y sale uno de fideos con tuco. Otro día pones una empanada de jamón y queso, y sale una de carne y aceitunas. Siempre funciona igual. Es siempre lo que él quiere.
Yo no me hago mucho problema pero la abuela se agarra unos mareos que ni te cuento. Por las mañanas cuando pone a calentar su café con leche, no sabe con lo que se va a encontrar. Sin ir más lejos, el lunes pasado terminó desayunando milanesa con papas fritas. Eso es bastante grave porque la abuela no puede comer fritos, y la salú es la salú dice ella, y no puede comer con sal, y no se cuantas cosas más…
Papá (un tipo muy distraído) demoró seis meses en asimilar esta nueva forma de comportarse del microondas y esto le trajo infinidad de problemas. Sobre todo cuando ponía a calentar su tortilla de papas y salía transformada en un bife de pescado. Y mi viejo, odia el pescado. No les puedo explicar como se ponía de furioso el gordo, parado horas y horas frente al aparato gritando, gesticulando, suplicando arrodillado agarrándose del mármol para que le devolvieran por favor su tortilla de papa y que desapareciera inmediatamente ese pescado, que estaba impregnando de un olor asqueroso (olor a pescado) toda la casa.
No para todos es un defecto este nuevo sistema transformador de alimentos; desde que al aparatejo se le ocurrió comenzar a funcionar así, mamá ya no tiene que devanarse los sesos pensando el menú para la cena. Ella chocha de contenta ideó este funcionamiento: Cinco platos; un pedazo de pan arriba de cada plato; los mete en el microondas y que sea lo que dios quiera. Perdón… y que sea lo que él quiera. El resultado: Cinco platos de comida diferentes. Desde panchos al pan hasta pato a la naranja. Ahora si, al que le toca el pato a la naranja mala suerte y se lo come sin chistar.
Así de fácil soluciona mi madre la cena nuestra de cada día.
Mi hermana es la que se ve más beneficiada; cuando vamos a cenar lentejas con arroz por ejemplo, mamá la deja ir hasta el microondas y poner el plato cuantas veces quiera hasta que salga algo que a ella le guste. Generalmente mi hermana, mientras espera los dos o tres minutos correspondientes, le habla al microondas. Le habla pidiéndole que haga salir unos ravioles con tuco (su comida preferida) lo suficientemente calientes como para no tener que ponerlos a calentar, en una hornalla.
La cuestión es que nadie puede negar que en esta casa tenemos un menú bastante variado. Tampoco va a pasar que si nos vienen a visitar, los invitados tengan que comer las sobras del día anterior…
Pero eso si, de la ensalada nadie se salva. Es que la ensalada se come fría, repite siempre la abuela…

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Mobiliario

Que los muebles de la casita ubicada en la calle Santander levitaran, no era cosa nueva. Con total soltura y libertinaje, los platos flotan, la heladera baila por los aires, y los zapatos perfuman todos los ambientes sin que nadie se los pida.
La casa sufre “épocas”. Con la mejor de las suertes, pueden pasar tres meses seguidos sin ningún ataque del mobiliario hacía la familia Sánchez. Pero en las épocas un poco más complicadas, cada cinco minutos sale volando una mesa o algún libro sale despedido contra el techo del comedor.
A la hora de la cena hay un espectáculo digno de ver; el salero comienza a despegarse del mantel junto con la botella de agua y los vasos que vienen detrás. Los platos suben inclinados tirando los fideos y lo que es peor; el tuco. Joaquín, el hijo menor, ríe sin parar mientras grita y aplaude señalando la manteca aplastada en el techo. Marcela que ya corrió a buscar la escoba, los trapos y el jabón, maldice y repite que no sabe hasta cuando podrá soportar esto, mientras Roberto le grita inútilmente a los elementos flotantes que bajen inmediatamente.
Joaquín es el que más disfruta de esta situación. Lo muestra con una sonrisa de oreja a oreja cuando se agarra del cable de la licuadora, y al mejor estilo globo de helio, sale volando por toda la casa con su traje de superman mientras canta a viva voz. Infeliz fue el episodio que sin preveer las consecuencias, salió a sobrevolar el barrio y terminó (por suerte) sobre la copa de un sauce llorón. Esa tarde terminaron, él en penitencia, y ella (la licuadora) adentro de una caja bien en el fondo del armario.
En la escuela, los amigos de Joaquín le suplican que los invite a jugar por la tarde, y él, feliz de la vida, les responde que están todos invitados, y que ayer se subió a la heladera y cabalgó por todo el living, el baño y los tres cuartos.
Marcela y Roberto no la tienen tan fácil, ya que su vida social no se vio beneficiada sino muy por el contrario, tuvo que dejarse de lado por un buen tiempo. Solo imaginen a Marcela con sus amigas en el living, tomando el té de las cinco mientras un microondas pasa zumbando la cabeza de Graciela, su mejor amiga, y podrán entender un poquito su situación. Roberto tampoco puede invitar amigos a su casa a ver fútbol, ya que en el medio de un partido, el calefón puede darse de lleno contra una pared o el televisor mismo salir disparado hacia el techo.
Dos por tres, cuando a la radio se le da por salir a pasear por el jardín a todo volumen, los vecinos curiosos asoman las cabezas por arriba de los muros y quedan horas observando sin poder dar crédito a sus ojos.
Pero el peor incidente que la familia jamás olvidará, fue cuando a la plancha se le ocurrió salir a flotar a velocidades desorbitantes. Lo más campante, esta salió disparada de su armario y le dio a la tía Irma de lleno en la nuca, despatarrándola sobre la alfombra y provocando su muerte inmediata.
Agradezcamos que la garrafa de gas, educada y bien intencionada, es conciente de los daños que podría causar con tan solo salir a pasear por el comedor. Entonces ahí se queda ella, tranquilita debajo de la mesada de mármol, conversando con el tacho de basura para pasar el rato.