Era de noche en una plaza. Era verano.
Un señor tocaba una batería, otro la
guitarra, otro un contrabajo, una señora cantaba y lo hacía muy
bien.
Mucha gente los miraba y escuchaba.
Todo transcurría con normalidad, hasta que de golpe, se escuchó el
sonido de 4 trompetas. La multitud giró sobre su propio eje y del
otro lado de la plaza aparecieron cuatro niños tocando una trompeta
cada uno. Eran las trompetas más hermosas que se habían visto. Cada
una de las cuatro era única. Una era roja y bien chiquita. Otra azul
y gigante, y cuando sonaba salía espuma del orificio circular que
bañaba a la gente que ya se iba acercando. La tercera era de
gelatina y de dieciseís colores distintos en franjas que parecían
arcoíris. Y la última trompeta era invisible, y era tocada por un
niño gordito y simpaticón, de unos bigotitos que asomaban de pelo
oscuro y cortito.
Hay que reconocer que estas cuatro
trompetas juntas formaban un sonido nuevo, alegre, mágico y fuerte.
La multitud se enamoró de las trompetas y sus respectivos
trompetistas y se fueron en forma de una gran procesión detrás de
la música.
La plaza quedó desierta, salvo por los
músicos que aparecieron al comienzo de este relato. Estaban
cabizbajos y en silencio.
Después de cinco minutos que fueron
eternos donde no voló ni una mosca, el baterista agarró un palo con
el cual le había estado golpeando a los platillos un rato antes, y
se lo metió por la oreja, suicidándose de esta manera.
El guitarrista, se metió una púa que
se le quedó atragantada en la garganta y se asfixió.
Siguiendo el ejemplo de estos dos, el
contrabajista sacó una cuerda de su instrumento, la estiró bien y
se cortó la garganta.
La plaza quedó llena de sangre que no
paraba de emanar del cuello.
Mirando este horrendo espectáculo, la
cantante se quedó sin voz. Se alejó chapoteando despacito y sin
decir una palabra.
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