jueves, 26 de marzo de 2009

Vida de perros

¡No hay nada mejor que la vida que tengo yo! Los días se suceden unos a otros ante mí y para mí… Hago lo que quiero y cuando quiero. A mis tiempos, voy a donde quiero cuando se me da la gana, sin preguntar ni dar explicaciones a nadie. No tengo amo a quien obedecerle, ni correa que me ate.
Ahora no tengo nada que envidiarle a los pájaros, y los gatos del barrio ya no se burlan de mi… Eso era antes, cuando vivía en el fondo de ese almacén. Cuando todos los perros de la cuadra me ladraban fuerte y feo por creerse de una raza superior. Pero eso era antes.
Lo cierto es que a fuerza de patadas y agua caliente fui echado de ese lugar y ahora soy libre. Libre. Ya no hay lugar en mi memoria para ese sucio callejón donde nací, para el odioso almacén, ni para esos gallegos de cara triste y olor a mugre. Sólo hay tiempo para pensar en cómo conseguir la próxima comida y en buscar un nuevo lugar para dormir. Pero con esto no quiero que piensen que me estoy quejando. Es el modo de vida que elegí y el que me hace feliz.
Con esta vida de perro callejero he recorrido y conocido infinidad de lugares. Varias ciudades, muchos barrios y más casas.
En algunas ciudades me supe perder sin dificultad. Y en otras, me costó muchísimo encontrarme. En todas he perdido afectos y pelos, en todas marqué territorio y perseguí bicicletas, pero siempre supe dejar en forma de despedida, un aullido a la luna desde alguna esquina obscura…
Si dicen que los marineros tienen una novia en cada puerto, yo tengo una perra en cada barrio. No es por hacerme el Grandanés pero es la verdad. En Malvín por ejemplo, hay una que me exige que me bañe en alguna fuente antes de ir a verla. También me pide siempre que le cante y por más que trato de explicarle, no se da cuenta que soy un perro cantando. En Brazo Oriental, tengo otra que no me exige nada y me da todo. Bien distintas son las dos, pero ambas, a su manera única y singular, me quieren, y eso para un perro flaco y vagabundo como yo, es más que suficiente…
Supe tener muchos hogares. En el último, era todos los días lo mismo. Me despertaba a las siete y media y me quedaba en la cucha hasta las ocho. Cuando me picaban las ganas (o las pulgas), tranquilamente me dirigía a la cocina para desayunar mis pastillas con forma de pelotitas. Siempre las mismas pastillas con forma de pelotitas. Iba al pote de agua y entonces, (como se podrá predecir), tomaba agua. Luego iba al living y ahí me tiraba en la alfombra al lado de la estufa en invierno o de la ventana en verano. Y así me quedaba… horas y horas descansando, durmiendo siestas, mirándola tejer, mirando pasar las horas, los días, los meses…
No sufría de frío ni de hambre, y tampoco de falta de compañía pero ahí, ahí estaba el problema. En la rutina. En la cotidianeidad y la falta de emociones. Nunca más perseguir gatos. No más corridas escapando de la perrera. Ni un solo paseo más en las noches frescas de verano. Ni una siesta más en el parque.
Creo que ahí está el problema, en querer más que nada a esa sencilla libertad para ir por los barrios meando árboles, husmeando la basura, ladrándole a las palomas… No se, esas estúpidas cosas que lo hacen sentirse un poquito más vivo a uno, que es un pobre perro flaco, en esta vida de humanos.

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